Se despertó a la par de unos parpadeos prolongados y permaneció sentada hasta que se vio completamente entera. La habitación se tornó a un color amanecer debido al albor filtrado entre las persianas.
La resaca de un placer fugaz aún acariciaba su paladar. Su cabeza estaba ligeramente martilleada por un dolor más molesto que punzante.
Cogió su reloj de oro y se lo puso cuidadosamente: "las ocho y cinco minutos", el momento para escapar de aquella cama magnética. Cuando se dispuso a levantarse y su mente estaba ya lejos de allí, la muñeca contraria a la que lucía el reloj, fue asida por unos dedos cuyo tostado recordaba al del sol. Giró el cuello para inquirir en el origen de su retención y su mirada impactó con unos ojos que, horas atrás, gritaban ávidos de sudor y que, a la luz del día, resultaban entrañables.
No tenía intención de sostener el pulso a esos iris color miel, consciente del efecto hipnótico que causaban. Dibujó una sonrisa cortés, casi con desdén. No tenía tiempo para el lamento, sabía que esa mirada corría peligro si no afrontaba su destino. Tenía la obligación de renunciar a ciertos aspectos de su vida y sin duda lo más difícil era hacerse a la idea de que esos ojos no volverían a inundar sus mañanas.
Sólo golpearían en su memoria cuando el horizonte se prendiera al final de cada día, si el silbido de una bala no soplaba en contra antes. Sin reticencias salió de la habitación, sin reparar en la cólera que dejaba tras de si. Arrancó el coche con furia y aceleró; el coche se perdió entre la cegadora luz del sol.
Se detuvo por un momento en el espejo retrovisor, vislumbrando la vasta carretera que se prolongaba tras ella. Lo que no alcanzó a ver fueron los iris que, unos minutos antes, centelleaban de color miel y que, en ese momento, se derramaban sobre un asfalto tan duro, como el destino de una mujer que se aleja en la dirección contraria a los sentimientos.
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